Un siglo sin Rubén Darío
Raúl Rivero
(EL MUNDO, Madrid, 5/2/2016) Sus versos y su vida se
estudian en las escuelas, se examinan por críticos y eruditos que escriben
ensayos para desentrañar sus mensajes y aislar hasta sus hemistiquios. Su
poesía se canta todavía como un tango o un bolero en los bares, tabernas y
tugurios de América Latina y se declama con solemnidad municipal y al ritmo de
sus eses y sus pausas en las tertulias de Tegucigalpa, Cienfuegos, Chillán,
Buenos Aires o Guadalajara. Rubén Darío (Matala, 1867- León, 1916) sigue vivo
en el mundo hispano, acompañado por sus princesas y sus cisnes, en el primer
centenario de su muerte.
Los hombres y mujeres
cultos del universo de la lengua española, los borrachines decepcionados, los
solitarios, los que siempre han necesitado de la poesía para vivir se
aprendieron sus poemas de memoria porque son la arquitectura y el andamiaje de
una ilusión. O de todas las ilusiones. Y porque aquel hombre que venía de algún
sitio remoto ha dicho lo que ellos querían decir y expresado con la música de
unas palabras que habían estado toda la vida en el castellano pero que él las
puso a rimar para que sonaran como una sinfonía.
A lo largo del siglo
XX la mayoría de los fervorosos lectores de aquellos poemas que se copiaban a
mano o con máquinas de escribir para que otras personas los disfrutaran, no
sabían a ciencia cierta de dónde era aquel poeta que lo mismo publicaba en
Chile, en Argentina o en España, pero todos estaban seguros de que era un
bohemio, un trasnochador enamorado, amante de los alcoholes sublevados que
aprovechaba sus resacas para escribir poesía.
Los tormentos de su
existencia privada y sus momentos de felicidad comenzaron a conocerse después
de su muerte y pertenecen a la experiencia del hombre, del nicaragüense que
nació en un pequeño pueblo a finales del siglo XIX con el nombre de Félix Rubén
García Sarmiento. Sus padres se separaron y lo entregaron a unos tíos abuelos.
El muchacho, inteligente y buen lector desde muy temprano, descubrió enseguida
que rimar versos era lo más fácil y divertido del mundo, y comenzó a escribir.
Allí tuvo el primer ramalazo de la fama y se convirtió, para sus vecinos, en el
niño poeta. Utilizó varios seudónimos para firmar sus piezas y, al final, se
apropió del Darío que provenía del bisabuelo de su familia materna. Y,
entonces, comenzó todo.
Rubén Darío, que
vivió sólo 49 años, fue un viajero inusual para la época, un diplomático
siempre mal pagado por su gobierno y un brillante columnista que tuvo que
acudir al periodismo para sobrevivir, padeció y disfrutó los avatares y los
delirios de la gloria literaria. También sostuvo una relación compleja con las leyes
de su país: impuso con su tenacidad y empeño la ley del divorcio en Nicaragua y
fue condenado por vagancia.
La trascendencia de
este nicaragüense singular que igual organizaba un gran jolgorio que hacía un
intento de suicidio, tiene que ver con una obra literaria que transformó la
poesía. Rubén Darío es el fundador del modernismo, esa corriente renovadora y
levemente subversiva que removió y enriqueció la métrica española. El
nicaragüense inauguró el camino con su libro Azul, publicado en
Valparaíso, en 1888. Lo siguió con sus Prosas profanas y otros poemas,
en Buenos Aires (1896), y se estableció y alcanzó su fulgor definitivo
con Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas,
editado en Madrid, en 1905, por su amigo querido Juan Ramón Jiménez.
Darío comenzó a
escribir bajo las influencias de los poetas clásicos de España, vivió una
transformación categórica por el contacto con la literatura francesa,
especialmente con la obra de Victor Hugo y de Verlaine. Las miles de páginas
que han escrito los especialistas sobre la cercanía y las deudas del
nicaragüense con la poesía de Francia se resumen en esta frase que dejó escrita
el autor de Los raros, La caravana pasa y Tierras solares: “El Modernismo no es otra cosa que el
verso y la prosa castellanos pasados por el fino tamiz del buen verso y de la
buena prosa francesa”.
Sin abandonar su
vocación de viajero, Darío vivió la última etapa de su vida entre París y la
capital española donde se desempeñó como embajador de su país y corresponsal
del diario argentino La Nación. Aquí publicó una selección de las crónicas que
escribió para ese periódico con el título de España
contemporánea (1901) y en la Casa de Campo conoció al amor
final de su vida, la española Francisca Sánchez. Alcoholizado, perseguido por
la obsesión de la muerte, a principios de 1915 viajó a Nueva York y luego a
Guatemala. En enero del año siguiente estaba en su pueblo natal -que ahora
llaman Ciudad Darío- para morirse. Y se murió.
Si bien su obra pura
tiene vigencia hoy en la poesía hispanoamericana, es cierto que su presencia se
hace más notable por su proyección en el trabajo de otros grandes poetas de la
región como son César Vallejo, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal o Nicanor Parra.
Durante todos estos
años de silencio muchos escritores lo han atacado por los sueños que inventó
para aquella región, su erotismo, sus contradicciones y sus sonetos
alejandrinos, la orquestación de su métrica y algún que otro asunto de su vida
particular. Se ha llamado a torcerle el cuello a sus cisnes inocentes y
misteriosos, pero los herederos que él debía querer le son fieles y lo aman en
público y en silencio.
César Vallejo, por
ejemplo, otro poeta inmortal, le llamaba su padre celestial y solía recitar en
las tertulias de amigos estos versos del nicaragüense: “Mis ojos espantosos han
visto/ tal ha sido mi suerte./ Cual la de nuestro Señor Jesucristo/ mi alma
está triste hasta la muerte”.
Que empiece ahora otro siglo de eternidad para Rubén
Darío.
Raúl Rivero, mucho me gusta su primer poemario "Papel de hombre". Gracias por presentárnos el escrito, amiga. Muy bno.
ResponderEliminarAbrazo