RECUERDOS DE INFANCIA
Me enamoré de un gato.
Un gato cubano que entonaba baladas
en el alféizar de mi ventana,
pintaba corazones en la pared mientras subía al tejado y retozaba con mis cuadernos para que los
deberes estudiantiles fueran más amenos. Cada noche cazaba estrellas mientras
creía que eran sardinas juguetonas en la inmensa morada del silencio y, a la mañana siguiente, los ratones del barrio
acudían a él para jugar a las canicas que los niños olvidaban en las aceras. No tuve otro remedio que
enamorarme del gato, y ese amor
platónico me obligó a cargarlo en la maleta entre libros, lápices y canciones que
compartía con los chicos de la escuela cuando, ya grande, me hice maestra.
Siempre asumí que el gato no era mío, aunque una señora enorme, enorme… llamada
Teresita Fernández, compartió a su gato entre todas las generaciones, por los
siglos de los siglos de la bondad. Teresita se fue un día, pero el gatico
permanece zambullido en los discos y sale a flote cada mañana, como si siempre fuera un día de fiesta para
jugar con ese gran sol donde ella
sonríe. El gato del que me enamoré, tiene unos bigotes tan largos que, por
ellos, se desliza el recuerdo. Lo
convertí en mi amuleto y se llama Vinagrito.
MDenis©islanegra
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