Autor: Alberto Rocasolano, Holguín, 1932
YO TE CONOZCO AMOR
Si del amor se trata, no es suficiente un sol
para hacer todo el recuerdo
y sellar la promesa de otro inicio;
un mismo sábado no basta para darle a los pájaros su nombre
y suscitar el júbilo del aire, del frescor que bordea cada hoja,
donde la luz revive y ramifica cada sonido muerto
y húmedamente se atropellan las palabras:
las elegidas para hablar en el crepúsculo
cuando la tarde desperdicia el oro
con que podríamos comprar la eternidad.
La vida exige y no perdona, suele aceptar a veces,
permite que se posen nuestros ojos sobre su carne más variable,
ávida de que se cumplan los deseos, que se desboquen los instintos,
que extrañamente dependamos del envío de la luna
cuando el caballo con su olfato despierta una leyenda
y uno ventea los huesos de la sombra
o desconfía de sí mismo,
o quiere conocer y no pregunta
y sorpresivamente mira con recelo
a la inicial que fue situada en el final
y siempre se hizo tarde su llegada.
Porque en amor no hay letras para el fin,
sólo esa parte azul que puede más que la ceniza
y que, aun trizada, alienta, permanece,
entra en el lance doblemente largo
de ser y desnacer, de dar muerte para hacer la vida...
¡Yo te conozco, amor, y tengo miedo!
YO TE CONOZCO AMOR
Si del amor se trata, no es suficiente un sol
para hacer todo el recuerdo
y sellar la promesa de otro inicio;
un mismo sábado no basta para darle a los pájaros su nombre
y suscitar el júbilo del aire, del frescor que bordea cada hoja,
donde la luz revive y ramifica cada sonido muerto
y húmedamente se atropellan las palabras:
las elegidas para hablar en el crepúsculo
cuando la tarde desperdicia el oro
con que podríamos comprar la eternidad.
La vida exige y no perdona, suele aceptar a veces,
permite que se posen nuestros ojos sobre su carne más variable,
ávida de que se cumplan los deseos, que se desboquen los instintos,
que extrañamente dependamos del envío de la luna
cuando el caballo con su olfato despierta una leyenda
y uno ventea los huesos de la sombra
o desconfía de sí mismo,
o quiere conocer y no pregunta
y sorpresivamente mira con recelo
a la inicial que fue situada en el final
y siempre se hizo tarde su llegada.
Porque en amor no hay letras para el fin,
sólo esa parte azul que puede más que la ceniza
y que, aun trizada, alienta, permanece,
entra en el lance doblemente largo
de ser y desnacer, de dar muerte para hacer la vida...
¡Yo te conozco, amor, y tengo miedo!
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