En el café del mundo
Por la mañana,
cuando un sol de páramo merodea la ciudad,
las meseras del café
limpian las sobras de una conversación
y las manchas que dejan en el piso
las voces nocturnas.
A alguien debió caérsele en el baño
la palabra amor,
pues no se soporta el olor a flor marchita
que invade sus muros.
Limpien, limpien las palabras regadas en el mantel
o esparcidas como cigarros apagados
en los rincones. Sólo son pavesas de voces,
cenizas del verbo, frutas disecadas.
Las meseras espantan a las moscas con un diario:
las palabras no son hadas caídas de labios del fabulador,
ni cadáveres en fuga hacia el vacío,
pero las moscas se frotan las patas
frente a sus melancólicos residuos.
Tal vez al borde del vaso con restos de cerveza
la palabra país se haga recuerdo
pues hay algo de tela de araña, de ruina de tiempo,
de un mestizaje de sueño y pesadumbre
en torno de la mesa.
Aún están las sillas con las patas arriba
como carrileras o pirámides o torres
de una Babel silenciosa
y las meseras se aprestan a barrer un otoño de voces.
Palabras que fueron mordidas con pasión
o arrojadas por la espalda,
palabras titubeantes en labios del herido
o untadas de una tenaz melancolía,
mariposas derribadas en su vuelo.
Las meseras ignoran que limpian y barren las palabras,
que algunas recorrieron el mundo, muelles y hangares,
para venir a morir bajo una mesa.
La palabra libertad que agitó su bandera de harapos
se deshace entre los restos de la noche
y no es fácil remendarla con agujas de lluvia.
Ni perros ni gatos husmean los escombros
donde se acumulan los sinónimos del hombre.
Hasta la palabra miedo
ha mudado de piel y ya no tiembla.
Ah, diligentes meseras que ponen orden a los objetos
aunque nadie los nombre. Yo las veo
recogiendo pedazos de la palabra cristal,
entre enceguecidos Narcisos
que fingen no verse en aguas pantanosas.
La palabra muerte no quiere deshacerse,
se resiste a morir en el café de la noche.
Las pulcras meseras recogen,
entre papeles arrugados y sombras
y cabellos y fantasmas,
las sílabas del día, sus inciertas potestades.
Limpien, limpien llanuras, suburbios, subterráneos,
glaciares y jardines y patios y collares,
el eco del silencio que atraviesa la noche.
cuando un sol de páramo merodea la ciudad,
las meseras del café
limpian las sobras de una conversación
y las manchas que dejan en el piso
las voces nocturnas.
A alguien debió caérsele en el baño
la palabra amor,
pues no se soporta el olor a flor marchita
que invade sus muros.
Limpien, limpien las palabras regadas en el mantel
o esparcidas como cigarros apagados
en los rincones. Sólo son pavesas de voces,
cenizas del verbo, frutas disecadas.
Las meseras espantan a las moscas con un diario:
las palabras no son hadas caídas de labios del fabulador,
ni cadáveres en fuga hacia el vacío,
pero las moscas se frotan las patas
frente a sus melancólicos residuos.
Tal vez al borde del vaso con restos de cerveza
la palabra país se haga recuerdo
pues hay algo de tela de araña, de ruina de tiempo,
de un mestizaje de sueño y pesadumbre
en torno de la mesa.
Aún están las sillas con las patas arriba
como carrileras o pirámides o torres
de una Babel silenciosa
y las meseras se aprestan a barrer un otoño de voces.
Palabras que fueron mordidas con pasión
o arrojadas por la espalda,
palabras titubeantes en labios del herido
o untadas de una tenaz melancolía,
mariposas derribadas en su vuelo.
Las meseras ignoran que limpian y barren las palabras,
que algunas recorrieron el mundo, muelles y hangares,
para venir a morir bajo una mesa.
La palabra libertad que agitó su bandera de harapos
se deshace entre los restos de la noche
y no es fácil remendarla con agujas de lluvia.
Ni perros ni gatos husmean los escombros
donde se acumulan los sinónimos del hombre.
Hasta la palabra miedo
ha mudado de piel y ya no tiembla.
Ah, diligentes meseras que ponen orden a los objetos
aunque nadie los nombre. Yo las veo
recogiendo pedazos de la palabra cristal,
entre enceguecidos Narcisos
que fingen no verse en aguas pantanosas.
La palabra muerte no quiere deshacerse,
se resiste a morir en el café de la noche.
Las pulcras meseras recogen,
entre papeles arrugados y sombras
y cabellos y fantasmas,
las sílabas del día, sus inciertas potestades.
Limpien, limpien llanuras, suburbios, subterráneos,
glaciares y jardines y patios y collares,
el eco del silencio que atraviesa la noche.
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