I
La casa tiene fiebre.
Su delirio es el insomnio de habitantes
lejanos
el manuscrito tatuado en las paredes de
cada angustia.
La casa -quiero decir mi dulce isla-
lustra los carteles envejecidos con las
mismas consignas
pero se apagan sus luceros.
La voz de azúcar y tabaco
solo puede lanzar cuchillos en esta hora
de distancia
donde la piel del rebaño se curte
al son de todas las aberraciones.
La soledad demora su estancia de palma
real
vendida al mejor postor
pero mi isla baila a la entrada del golfo
recompone sus fragmentos de incertidumbre
y desmayos
en la plaza de una revolución estática y
sin golondrinas.
Mi casa
-quiero volver a decir mi isla-
a la que he tocado los senos y su vientre
peina mis canas o afila mis colmillos
y para nada quiero trucar estas mandíbulas
de morder el silencio.
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