Nunca existirá el orden
en mi campo de oficio.
Nunca podré transformar este cuarto
en algo nítido.
Estos pisos me han visto
esperanzada, han seguido mi historia,
se han dejado tocar por mis caricias.
Sin embargo, ahora, están en plena guerra.
Me hacen jugarretas y conspiran.
Dejan nacer las ilusiones y al rato,
un tiro de escopeta, una granada.
Ahí defecó la perra.
Ahí vomitó el gato enfermo.
La escoba resiente mi furia.
Huele mal, un tanto repugnante.
La lavo, la aseo, la acicalo
y me topo con ese lavadero
repleto de latas de pescado,
de hígado, pedazos de papel corrugado
con ese criterio de las marcas en ventas.
Miro al frente: cientos de texturas
mugrientas, a punto de insultarme.
El piso está embarrado de salsas saboteadas.
El refrigerador es un tesoro de paquetes que no abro.
Zanahorias verdosas, protuberantes ojos
de papas aburridas que miran de soslayo.
Alguna mosca yace dentro del congelador
muerta de frío.
Le digo al café o a cualquier fantasma que lo sirve
que de paso me traiga las pastillas.
Dos para despertarme.
No confío en este yo de casa,
este yo de limpiezas diarias,
de esfuerzos sin cadencias, omnívoro.
Tomo pausas, me adapto a las nuevas circunstancias,
sostengo mis libros sobre el pecho,
mientras limpio los miro, la ilusión de leerlos,
desencanto diario de unas pocas páginas cansadas.
Estoy en Elabuga, comienzo por el final, despego.
Estudio todos los ángulos, varios puntos de vista,
y me entra esta vivencia
de que he estado en esa habitación
con la gran Marina Tsvetáieva.
Prepara la soga y el anzuelo
como si estuviera remendando
calzones a su hijo.
Está ya del otro lado.
Ha escrito el último capítulo
y se encuentra con el papel en blanco.
Una tarea más. Quizás no sea hoy,
quizás su taza aún no se ha llenado.
La veo en la desnudez de los destinatarios,
en el silencio rondando su estatura,
pensando qué banquillo usar
para patear el aire
y quedar como ropa ultrajada,
añeja, descolorida.
Nunca podré transformar este cuarto
en algo nítido.
Estos pisos me han visto
esperanzada, han seguido mi historia,
se han dejado tocar por mis caricias.
Sin embargo, ahora, están en plena guerra.
Me hacen jugarretas y conspiran.
Dejan nacer las ilusiones y al rato,
un tiro de escopeta, una granada.
Ahí defecó la perra.
Ahí vomitó el gato enfermo.
La escoba resiente mi furia.
Huele mal, un tanto repugnante.
La lavo, la aseo, la acicalo
y me topo con ese lavadero
repleto de latas de pescado,
de hígado, pedazos de papel corrugado
con ese criterio de las marcas en ventas.
Miro al frente: cientos de texturas
mugrientas, a punto de insultarme.
El piso está embarrado de salsas saboteadas.
El refrigerador es un tesoro de paquetes que no abro.
Zanahorias verdosas, protuberantes ojos
de papas aburridas que miran de soslayo.
Alguna mosca yace dentro del congelador
muerta de frío.
Le digo al café o a cualquier fantasma que lo sirve
que de paso me traiga las pastillas.
Dos para despertarme.
No confío en este yo de casa,
este yo de limpiezas diarias,
de esfuerzos sin cadencias, omnívoro.
Tomo pausas, me adapto a las nuevas circunstancias,
sostengo mis libros sobre el pecho,
mientras limpio los miro, la ilusión de leerlos,
desencanto diario de unas pocas páginas cansadas.
Estoy en Elabuga, comienzo por el final, despego.
Estudio todos los ángulos, varios puntos de vista,
y me entra esta vivencia
de que he estado en esa habitación
con la gran Marina Tsvetáieva.
Prepara la soga y el anzuelo
como si estuviera remendando
calzones a su hijo.
Está ya del otro lado.
Ha escrito el último capítulo
y se encuentra con el papel en blanco.
Una tarea más. Quizás no sea hoy,
quizás su taza aún no se ha llenado.
La veo en la desnudez de los destinatarios,
en el silencio rondando su estatura,
pensando qué banquillo usar
para patear el aire
y quedar como ropa ultrajada,
añeja, descolorida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario