· En la sesión del 23 de junio de 1961 de
la histórica reunión de Fidel Castro (por entonces primer ministro) y el presidente
Dorticós con los intelectuales cubanos en la Biblioteca Nacional de La Habana,
dos años después del triunfo revolucionario, Julio García Espinosa declaraba
que los mismos que aplaudían el documental PM tras su
proyección en Casa de las Américas pedían luego su prohibición. Esa aparente
paradoja, esa contradicción supuesta, es más bien el pecado original de
semejante proceso. La censura no venía directamente del gobierno en el ámbito
de la cultura. No hacía falta mientras hubiese gente como Mirta Aguirre, el
mismo García Espinosa, Alfredo Guevara, entre otros que consideraban inoportuna
la proyección de la película. Nacía así el ICAIC como prolongación paralela al
gobierno en otros ámbitos. Cuenta Dorticós que fue consultado por Guevara para
confirmar que la prohibición del documental no era una decisión personal, no
estaba transida por pasiones subjetivas.
El dilema estaba, con PM, en si el haberlo prohibido era una decisión
acertada o no. El caso del filme realizado por Sabá Cabrera Infante y Orlando
Jiménez Leal destapaba entre los intelectuales algo más profundo, complejo e
ilustrativo de otra realidad cubana: la lucha gremial entre distintos focos de
poder que tenía lugar en el nuevo mapa cultural de la isla. Algunos de los que
intervienen en la reunión hablan de esos enfrentamientos, parece haber cierta
oposición contra los viejos socialistas por sus posturas que algunos llegaron a
catalogar como estalinistas. Pero lo cierto es que, desde el comienzo del affaire, el propio gobierno pudo identificar que no
sería difícil lograr cualquier objetivo frente a creaciones artísticas que no
considerasen beneficiosas para la Revolución, porque ni siquiera tenían que
crearse, o construir portavoces, no hacía falta prohibir directamente: la
maquinaria había echado a andar en cada uno de los que se movía por el ámbito
cultural. La censura partía de un imaginario colectivo que se propagaba y fraguaba
desde el poder, del cual, lamentablemente, se hicieron eco muchos de los
críticos literarios y artísticos, no sólo en esas décadas de fogueo y
enfrentamientos abiertos, sino después, en los años ochenta —y sin duda también
en el presente. El mayor logro del régimen instaurado en Cuba a partir de 1959
es haber hecho de cada uno de nosotros un árbitro potencial, un enjuiciador
oficialista, un comisario de las limitaciones y las prohibiciones. Hasta hoy el
cubano medio sigue haciendo lo que aquellos espectadores de Casa de las
Américas: aplaudir lo prohibido y luego censurarlo o callarse ante esa
prohibición. Apruebo lo que censuro, podría decirse. Censuro lo que apruebo.
Dorticós repite una y otra vez que él somete a debate su decisión y la
decisión de Guevara y el ICAIC para saber si actuaron correctamente. Hay muro y
hay corral, un atolladero llamado desde entonces “revolución”. Nada puede
salirse de ese establo, del gallinero revolucionario, del chiquero comunista.
El de Cuba es un ambiente viciado desde el comienzo, asfixiante. Y en ese
aplauso simultáneo a la prohibición está el murmullo (“se dice”, “se comenta”)
del que habla Virgilio Piñera en la misma reunión. Al aplauso se une el miedo,
a la censura se agrega el temor. Mal fundado, innecesario, según Dorticós. No
hay que tener miedo, hay que debatir, comentar, proponer, dialogar. Sin
embargo, desde entonces lo que se impone es la reserva, la alarma y la
desconfianza. Algo estaba claro: el gobierno no necesitaba enfrentar a los
intelectuales, no había que hacer divisiones. Ya existían. Bastaba con
establecer ciertas pautas para saber cómo escalar desde lo político a las cimas
artísticas. Era fácil, ya desde entonces, desacreditar, juzgar a alguien en
nombre de la “Revolución”.
De esas guerras generacionales,
gremiales será resultado también, pocos años después, la disolución de
Ediciones El Puente. Es sintomático e ilustrativo del ninguneo y la rivalidad
reinante que los hoy conocidos como “Generación del Caimán Barbudo” se adjudicaran, tras aplastar las
Ediciones El Puente, el título de la primera generación poética joven de la
revolución. Si Dorticós decía que a Sabá y a Jiménez Leal había que enseñarles,
educarlos para que sirvieran con sus talentos a la Revolución (sus intenciones
eran buenas y no eran contrarrevolucionarias, decía, pero el resultado sí),
luego tal “enseñanza” se volvió innecesaria; ni con estos, ni con los venideros
que presentaran síntomas de desaliento, parcialidad o debilidad de cualquier
tipo. Los mismos intelectuales se encargarían de expulsar, satanizar, borrar al
otro: Guillermo Rodríguez Rivera decía en 1978, con respecto a “los puenteros”:
“Lo propio de la poesía que difundía El Puente era el auge de un
trasnochado hermetismo; de un intimismo que parecía ignorar en absoluto la
existencia de una auténtica revolución socialista en Cuba.(…) La profundización de la Revolución fue abriendo un abismo insalvable entre ella
y los que pretendían desconocerla, colocarse al margen; no es extraño, sino
perfectamente lógico, que los directores de El Puente se convirtieran en
enemigos de la Revolución y pasaran a engrosar las filas del exilio
contrarrevolucionario.” (Revista Unión, no. 2, 1978,
p. 66)
Pertenecer desde entonces al “exilio
contrarrevolucionario” (dentro o fuera de la isla, entendamos el concepto como
algo más que lo territorial, más bien ideológico) era no existir, y si el
desafecto levantaba la voz, como Tersites en la Ilíada,
se le callaba al instante, así fuese con huevos, piedras y palos. La
construcción desde el poder de un enemigo al que te pliegas irremediablemente
una vez fuera de los límites del gallinero proletario, es una idea extendida
hasta el presente. La labor de un Rodríguez Rivera entre los escritores la
realiza hoy un Edel Morales que afirma y cree necesario borrar, olvidar a todo
el que hable desde la otra orilla (aunque se esté dentro de la isla), al
adversario, al enemigo con quien no hay posibilidad ninguna de diálogo, de
intercambio, de discusión. Desde los sesenta hasta hoy en Cuba es necesario
declarar desde dónde se habla, nunca fuera del gallinero: o se habla desde
dentro del corral o no se habla. Es inimaginable que alguien pueda emitir un
criterio y no estar de acuerdo con el único partido y el único gobierno
existentes. Se tiene que discutir desde dentro de la “revolución”; si no, no te
dan la palabra, no existes. De ese modo, en una reciente diatriba sobre el
racismo en Cuba, intelectuales de cierto calibre y valor como Víctor Fowler se
ven obligados, precisados a decir desde dónde hablan, de qué bando están, como
si ello fuese una condición sine qua non para
emitir un criterio determinado, como si ello fuera más importante que la idea a
proponer. No es extraño, entonces, que la tendencia del cubano en general,
después de 55 años de censuras y aplausos, sea desentenderse y sobrevivir,
callarse ante los temas políticos y seguir con su vida como puede, o lograr,
del algún modo, como sea, irse del país.
La dialéctica del cubano desde 1959 ha sido más bien de relevo constante,
de cambio de rol. Es fácil comprobar cómo los que alguna vez fueron censurados
terminan censurando o haciéndole el juego fácil a la censura. La culpabilidad,
de ese modo, se camufla. La cultura cubana es camaleónica. Nos gustan las
formas del verbo: censurar, censurarte, censurado. Las vamos alternando como en
un vals que a la larga es esperpéntico, terrorífico, interminable. Padecemos el
síndrome de la censura, algo que ya forma parte de nuestra piel más de lo que
quizá quisiéramos o imaginamos.
De los autores que publicaron en los
años sesenta y setenta en Cuba, hay muy pocos que no entraron en la dinámica
censurante-censurado. Ni Virgilio Piñera. Que yo sepa y haya comprobado, sólo
se salva de este círculo vicioso y meta(dia)bólico cubensis Isel Rivero, la más
visionaria y olvidada de su generación. En el año 1960, con su libro La marcha de los hurones, se adelantó a todos los demás
en más de 30 años.
Cuando hablamos de censura en Cuba entre los años sesenta y setenta me
refiero a censura política, dictada desde el poder, de la cual se hicieron eco,
a coro, muchos intelectuales que luego la padecieron con un peso que
multiplicaba la que ellos mismos habían ejercido consciente o inconscientemente
contra otros autores. Censurantes censurados es el papel más común en este
período, algo que llega hasta el presente. Política y literatura se mezclaron
de forma indiscriminada y los resultados fueron variopintos y nada provechosos.
Quizá sea hora de matizar la victimología cubana de esas décadas, las
variaciones y relaciones entre víctima y victimario, la capacidad de
transformación casi infinita de los cubanos en medio de la censura, sobre todo
cuando le toca a otro. Ello se relaciona con el silencio que aún hoy pesa sobre
esos años y sobre los actuales abusos de poder en la sociedad cubana. Pero no
todos los martirizados son mártires, más bien la mayoría de ellos se movió
entre el silencio y la palabra en una dinámica que hoy los señala y no de forma
complaciente.
En el caso PM, hay tres referencias esclarecedoras de este tipo de
comportamientos desde los primeros años del régimen: el primero es la expulsión
de la revista Bohemia del crítico de artes
escénicas Néstor Almendros por el director de la publicación, Enrique de la
Osa. La razón fue la publicación por Almendros en Bohemia de una crítica favorable sobre PM. En cuanto De la Osa vio el revuelo y la opinión
oficial al ser prohibido el filme, decidió despedir a Almendros sin hablar
siquiera antes con él. La censura actuó antes que el gobierno. Dorticós, al
parecer, se entera de los detalles después, en la reunión con los
intelectuales. El incidente es relatado en la reunión de la Biblioteca Nacional
con Fidel Castro en 1961 por Rine Leal. Enrique de la Osa llamó a Fausto Canel
y le ofreció el cargo de crítico de artes escénicas deBohemia, según el propio Canel. Éste preguntó por
Almendros y De la Osa le dijo que “sus manifestaciones en la revista no eran
las más adecuadas” (Jiménez, 2012, pp. 199-200).
El segundo ejemplo es el de José Hernández que propuso entre los dirigentes del ICAIC en un momento de exaltación “que estos compañeros [los realizadores de PM] debían ser fusilados, fusilados por contrarrevolucionarios”, según narra Heberto Padilla. Tomás Gutiérrez Alea (le) aclara que José Hernández no trabaja en el ICAIC, que “ni siquiera está en la plantilla del Instituto”, “y además el compañero José Hernández hoy no está trabajando en el Instituto”. Aunque al parecer los comportamientos de Hernández ya tenían su trayectoria en el ICAIC, lo cierto es que tras sus declaraciones no fue vuelto a llamar a trabajar allí, en ese caso extremo, fuera de todo bando, Hernández quedaba anulado: no representa al Instituto, no está en su plantilla. En resumen, el verdadero fusilado había sido Hernández. El que había mandado a fusilar fue fusilado culturalmente, anulado, silenciado. Heberto considera que José Hernández debería poder explicarse, debería ser invitado a la reunión y el comentario de Gutiérrez Alea al respecto es: José Hernández es un Don Nadie, no representa nada, no existe, ya no es. Este es un ejemplo pionero de esos victimarios vuelto víctimas (Jiménez, 2012, pp. 193-195).
El tercer caso lo relata Eduardo Manet: la escultora y ceramista Marta Arjona Pérez, miembro fundador de la Asociación de Pintores y Escultores de Cuba (APEC) desde 1949 y Directora de Artes Plásticas de la Dirección Nacional de Cultura desde 1959, le comentó con toda naturalidad: “pero si yo también he prohibido cuadros”; dice Manet que se quedó aterrorizado y ella agregó: “y cuadros por contenido”. La estética al final no era determinante, mientras no tuviese una repercusión, aunque fuese mínima, en lo ideológico. El problema estaba en el “contenido”, en la interpretación. Arjona, artista plástica y comisaria política, censuraba aquellos cuadros en que el tema de la llevada y traída “revolución” no fuese tratado “revolucionariamente”. De ese modo, en el caso concreto de PM, José Manuel Valdés Rodríguez declara que “el hecho de que yo señalara que formalmente la película está bien —como creo que lo está— no quiere decir que aprobara su contenido” (Jiménez, 2012, pp. 199 y 223).
Comparados con los poetas y escritores rusos y alemanes frente al
estalinismo y su aparato represor, lo que padecieron la mayoría de estos
autores fue un paseíto, una revolución de terciopelo. ¿Existe el terciopelo
gris? Si alguno tiene dudas, que revise las biografías de Limonov, Mandelstam,
Brodsky, Ajmátova, Tsvetáieva… A nosotros el trópico, la sangre latina nos
impide quizá ser tan resolutos e intransigentes. Y esa ha sido a la larga una
de las grandes coartadas del régimen cubano que cada vez se potencia con más
fuerza: contribuimos a la alternancia: arriba-abajo, de un lado y luego de
otro, adentro hoy y mañana afuera, ahora como victimario y luego como víctima.
Y así sucesivamente, durante más de cincuenta años.
Si revisamos las revistas de los sesenta
y setenta nos podríamos sorprender con el hecho de que muchos escritores que
supuestamente padecieron la fuerza represora del régimen también fueron parte
activa y continua de esa maquinaria que hasta hoy sigue bien engrasada. Por
ejemplo, el último número de La Gaceta de Cuba de
1970 está dedicado a Lezama Lima, para comenzar con un peso pesado. Sus
colaboraciones en esa década satanizada y oscurecida por la mayoría de los
autores que la vivieron no fueron constantes, pero sí periódicas. En el propio
Lezama, que ha sido uno de los grandes rescatados en las últimas décadas, una
de las supuestas víctimas del gobierno, tenemos un engrase del ataque al
Cuartel Moncada cuando ya había pasado, y la propuesta que hace de la
continuidad del proceso revolucionario desde Martí hasta Fidel es paralela a la
que describe y sistematiza en su Antología de la Poesía Cubana en tres tomos.
También Lezama ayudó a construir la teleología del 59 como parte de su
teleología insular que había comenzado a fraguar y a ensayar desde 1936 en su
“Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, cuando sólo tenía 27 años.
En el mismo año (1961) en que Fidel Castro da un tapabocas a la cultura y pone su revólver sobre una mesa de la Biblioteca Nacional, Lezama bautiza el asalto al Cuartel Moncada como parte de su proyecto, como metáfora encarnada. En su texto, el autor de Paradiso no menciona a Fidel directamente (tampoco Virgilio Publio Marón menciona a Augusto en su Égloga I), pero sí a Martí, lo cual entronca y hermana al escritor con la idea castrista de que Martí fue el autor intelectual de aquel asalto.
Si leemos las revistas del período, si somos justos con la visibilidad de
los autores, tendremos que revisar el canon de la literatura cubana. En esas
dos décadas, el poeta alrededor del cual debe girar el valor estético
(sincrónicamente hablando) es David Chericián. Sería injusto no reconocerle ese
lugar. Ni Lezama, ni el muy militante Eliseo, ni Fina, ni Cintio, ni siquiera
Guillén o Retamar. El poeta más importante de los años setenta es Chericián.
¿Dónde está la edición crítica y compilatoria de sus obras? ¿Dónde están los
que lo publicaban con tanta frecuencia que no han mantenido su importantísima
obra viva? ¿Por qué tengo que ser yo, que he nacido en 1982, quien diga que el
poeta más importante de los años setenta en Cuba es Chericián? Y lo repito como
un conjuro homérico, como un verso épico, a ver si a alguien le duelen los
oídos.
En poesía, nuestro abanderado es Chericián, su estética es la que primó en
esos años, la que se priorizó desde las publicaciones culturales más
importantes de entonces. Gaztelu lo intentó con algún poema de tema político,
pero parece que no se le dio bien y desistió; Vitier ya sabemos que hizo su
labor política desde entonces, pero principalmente después. Eliseo Diego fue
comisario de congresos, eventos internacionales y reportero en las páginas de
las revistas literarias. De los origenistas, el de la Calzada de Jesús del
Monte, fue el más integrado, el militante más ejemplar, el que se hubiera
ganado el televisor Panda por el sindicato en la emulación.
En el caso de Piñera, que también
recibió el triunfo del 59 como algo positivo, que en algún texto fervoroso y
equivocado declara que la poesía de Isel Rivero no respondía al momento
revolucionario que se vivía en el país (lo mismo que dijo Guillermo Rodríguez
Rivera sobre Lina de Feria en 1978), no murió culturalmente en 1979 con su
desaparición física, sino una década antes, y su caso fue un fusilamiento
cultural. Una vez recibido el premio Casa de las Américas por Dos viejos pánicos, lo lanzaron al foso más oscuro del
olvido. De todos ellos, el caso más lamentable es el de Virgilio por haber
padecido todo tipo de marginación durante su última década de vida. En la
Biblioteca Nacional, frente a Fidel, en 1961 pidió la palabra y dijo “tengo
miedo”. Piñera tiene miedo. Piñera es maricón. Piñera no disimula. Piñera es
incendiario. Piñera es molesto, ácido, polémico, afeminado, soltero, opuesto,
cuestionador, ahistoricista. Piñera no existe. En las páginas deLa Gaceta de Cuba salta de su premio de teatro
(1969) a la muerte con una nota marginal.
De todos los intelectuales relegados en la década del setenta por ideas,
creencias u orientación sexual, nadie fue más ninguneado, apartado, omitido que
Virgilio Piñera. Ni Lezama, a quien se le publicaron homenajes y textos en las
revistas de esos años, ni ningún otro origenista (Vitier publica textos, Fina
publica algunos poemas al final de la década, Octavio Smith escribe algunos
versos con tintes políticos, y Eliseo Diego está en los boletines y congresos
literarios), tuvieron que padecer el olvido y la marginación que sufrió
Virgilio Piñera, al extremo de que es casi imposible encontrar un texto de y
sobre él desde 1969 hasta su muerte en 1979 en las revistas culturales de la
isla. En una esquina de una de las páginas de La Gaceta de Cuba se da noticia
de la muerte de Piñera, en ella se dice que fue un importante dramaturgo que
además escribió narrativa y poesía. No se le hace un homenaje como a Lezama y a
María Villar Buceta en sus respectivas muertes, o como a Regino Pedroso en sus
80, o a Marinello por sus 75 y luego por su muerte, a Guillén por sus 70, o a
Ignacio Villa (Bola de Nieve), o a Manuel Navarro Luna…
Gustara más o menos, Lezama era ya símbolo de la cubanidad, autor que se
empeñó en leer la poesía cubana con un sentido insular, telúrico, dándole un
curso histórico y orgánico en el que también cabía el Moncada; además de ello,
estaba casado, era discreto y eso podía disimular lo demás. Pero Piñera no
tenía salvación, no había por dónde enfocarlo: cuestionaba la cubanidad,
entendía lo nacional como un constructo, era un homosexual declarado y
afeminado, por lo que había que esconderlo; que traduzca, sí, pero que no
aparezca siquiera en los créditos como traductor de la obra.
Con respecto a la homosexualidad, podríamos hacer una larga lista de
homosexuales que delataban, en esos mismos años, a otros homosexuales que eran
castigados o expulsados de la universidad o del trabajo. Homosexuales o no
homosexuales que veían injusticias y callaban, que veían marginación y seguían
apoyando un sistema que los negaba, se hacían los de la vista gorda,
sobrevivían, no se metían en eso, no era con ellos. Un maricón salvado por
Alicia Alonso de las UMAP, otro salvado por Mirta Aguirre, lesbiana comunista
que apoyó al régimen a pesar de semejantes abusos y que fue incapaz de
denunciarlo o de plantearlo donde correspondiese.
En el ámbito literario, la dueña de la
crítica teatral cubana de ese período fue Nancy Morejón, la crítica literaria
más visible con mucho es Belkis Cuza Malé. José Prats Sariol cumple la función
de enseñar al pueblo cómo leer y criticar una obra literaria. Los primeros
números de la revista Criterios, de pura y
dura teoría literaria proveniente de los países socialistas del este,
aparecieron en La Gaceta de Cuba, traducidos, por
supuesto, por Desiderio Navarro.
Cuando Manuel Díaz Martínez y Guillermo Rodríguez Rivera argumentan que
también ellos fueron censurados en esa época, que padecieron el silenciamiento
del régimen, quizá no comprenden que era/es parte de la maquinaria, de hoy te
toca a ti, mañana a mí. Hoy contribuyes a la censura y a la poética política
comprometida, mañana eres cuestionado y castigado. Así todos tienen culpa y
liberación, y han podido por décadas seguir tranquilos porque alguna vez
padecieron el rasero gubernamental. Así se justifican en la sombra y en
público. Mientras, la maquinaria sigue intacta, en constante evolución,
adaptación, pero en esencia, con cada comunicado comprometido y político, la
UNEAC demuestra estar al día en cuanto a censura, abyección e inmovilismo de
pensamiento. Otra cosa es lo que digan entre amigos, en tertulias, en lecturas,
en eventos. Pero cuando hay que hacer declaración oficial de principios
ideológicos, todo sigue como en 1975.
Edel Morales, por ejemplo, desde las páginas de La Jiribilla, no propone un
diálogo con otras formas de pensar; al contrario, quiere para los otros
autores, los que se oponen a ciertas ideas oficialistas, el mismo silencio que
padeció Piñera. Desaparecerlos, borrarlos. Ellos no son importantes. No hay
diálogo posible, según Morales, con Duanel Díaz, Rafael Rojas y Antonio José
Ponte. Lo que habría que hacer, propone él, es escribir lo que ellos abordan
del modo que él considera correcto y olvidarlos. La memoria y el futuro de Cuba
no los incluye, agrega. Morales los llama “refinados vocales entusiastas del
parricidio intelectual”, hace una división insalvable entre su posición y la de
ellos a quienes llama “adversarios”, no se trata de posiciones contrarias que
interactúan aunque sea a distancia. Esto es un campo de batalla, donde uno sobrevive
y otro muere, desaparece, es lanzado a la sombra. Morales intenta convencer que
él está del lado de la verdad, de los buenos, de la victoria, habla desde esa
pluralidad militante propia de los años setenta, incluye sin ningún recato a
sus interlocutores en su “nosotros” bélico. Estas palabras evidencian que la
maquinaria sigue intacta principalmente en lo tocante a intolerancia, retórica
politiquera, el envilecimiento y la hostilidad irreconciliable del otro por
tener un pensamiento opuesto al suyo y principalmente al poder:
Creo que nos asiste el derecho intelectual y ciudadano a disentir, a probar
nuestras verdades, a proponer nuestra propia mirada, a tratar de encontrar
respuestas, a realizar nuestras pequeñas maniobras, a intentar la recuperación
de nuestro pan dormido, y evitar quizá la disfunción del campo que, ellos,
nuestros adversarios, tratan continuamente de minar. Y sobre todo nos asiste el
derecho a pensar por nosotros mismos, a plantear las preguntas de fondo, sin
mediaciones exteriores ni aprobaciones internas y sin miedos, ser capaces de
hacer también las necesarias preguntas sobre el aquí y ahora, sobre el aquí y
ayer, sobre el mañana que viviremos aquí, como individuos y como país. Es la
mejor manera que conozco de olvidarlos y creo que es la única manera de ganar
para nuestros hijos esa memoria del futuro que ahora nos ocupa.
El comisariado de los años setenta lo han continuado una enorme lista de
autores, entre los cuales destacan Nancy Morejón, Miguel Barnet, Edel Morales,
Alpidio Alonso… Pero todos sin una obra que los respalde, todos prescindibles
como comisarios y como autores. Ante semejante panorama, cabe preguntarse:
¿nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos? Al parecer el quinquenio
gris llega hasta el presente, está en las manos grises de estos portavoces
oficialistas que aún se mueven entre el aplauso y la censura.
BIBLIOGRAFÍA:
—Fowler, Víctor. “Dolor, alegría y
resistencia”, en: La Jiribilla, año XI, nro. 622, 6
al 12 de abril:
http://www.lajiribilla.cu/articulo/4278/dolor-alegria-resistencia (consultado
el 2 de enero de 2014).
—Gotera, Johan. “En el fondo, en el centro, estaba Lezama” (entrevista a Octavio Armand), en: Diario de Cuba, 26 de enero de 2013: http://www.diariodecuba.com/de-leer/1359186178_250.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
—Jiménez Leal, Orlando y Manuel Zayas. El caso PM. Cine poder y censura. Editorial Colibrí, Madrid, 2012.
—Morales, Edel. “A propósito de Tumbas sin sosiego, de Rafael. Examen de memoria”, en: La Jiribilla, año V, nro. 285, 21 al 27 de octubre de 2006: http://www.lajiribilla.cu/2006/n285_10/285_03.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
—___________. “Anomalías de la verdad”, en: La Jiribilla, año VI, nro. 321, 30 de junio al 6 de julio de 2007: http://www.lajiribilla.cu/2007/n321_06/321_08.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
—Gotera, Johan. “En el fondo, en el centro, estaba Lezama” (entrevista a Octavio Armand), en: Diario de Cuba, 26 de enero de 2013: http://www.diariodecuba.com/de-leer/1359186178_250.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
—Jiménez Leal, Orlando y Manuel Zayas. El caso PM. Cine poder y censura. Editorial Colibrí, Madrid, 2012.
—Morales, Edel. “A propósito de Tumbas sin sosiego, de Rafael. Examen de memoria”, en: La Jiribilla, año V, nro. 285, 21 al 27 de octubre de 2006: http://www.lajiribilla.cu/2006/n285_10/285_03.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
—___________. “Anomalías de la verdad”, en: La Jiribilla, año VI, nro. 321, 30 de junio al 6 de julio de 2007: http://www.lajiribilla.cu/2007/n321_06/321_08.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
Yoandy Cabrera
En lo que respecta a David Chericián, yo, que nací en los 50 y fui su amiga personal, también confirmo lo expresado por Yoandy. David tuvo que ir a morir triste y solo, después de compartir conmigo el pésimo atributo de "persona non grata" en algunos centros culturales de la capital cubana.
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