viernes, 27 de junio de 2014

PARA VARIAR...

BELLA ISLA 

  Amanecí en el suelo. He caído de la cama como un bebé asustado en medio de la oscuridad.  Lo más raro es que Anna no me ha traído el café. ¿Y dónde está la cama? ¡Ni rastro! Tampoco hay señales de mi amiga… ¡Qué extraño! Tras alquilar el coche llegamos a este bendito pueblo llamado Cojímar, al este de La Habana. Pensábamos que, al instalarnos en el edén que Ernest Hemingway eligió para escribir su novela “El viejo y el mar”, conseguiríamos romper el silencio de la musa que tanto daño le está haciendo a mi carácter.
  Apenas entrar a las fauces de nuestro destino, comenzamos a discutir por alguna bobería, cosa muy habitual desde entonces y con todos… Creo que no hallábamos el interruptor de la luz o, simplemente, estábamos en medio de un siniestro apagón. Ya casi no me acordaba de aquellos años con lamparitas de keroseno por mi antiguo barrio… Anoche, el único brillo lo proporcionaba la luna llena de agosto. Después de muchas horas de viaje y de tantas palabras sin sentido, no dimos tregua para desearnos dulces sueños, aunque fuesen calurosos. 
  Tengo resaca. Parece que he dormido casi un siglo. Con dificultad me levanto y doy varios trompicones en búsqueda de ventilación. Abro la desvencijada ventana, sin persianas ni marcos, de la rústica cabaña. Las luces del alba advierten que el día comienza sin mucha perspectiva… ¿Pero dónde está Anna? Prometió que en este lugar disfrutaría de la tranquilidad e inspiración adecuadas para romper el bloqueo que me impide escribir desde hace algo más de cinco años, cuando sufrí una enfermedad en la cabeza que me arrojó al regazo de una fría mesa de quirófano. Tal parece que el protagonista de mi última novela, un parapléjico que luchaba por recuperar su dignidad y exigía el método de la eutanasia, se apoderó de mis neuronas, no obstante mi amiga lo niegue de modo rotundo. Me obsesioné tanto con aquel personaje, que a punto estuve de ir para el otro mundo sin ayuda de nadie.
  Pienso que Anna salió a explorar los alrededores. En la agencia de viajes sugirieron que cerca hay un río y que su agua es tan cristalina como la risa de la inocencia… Eso es lo que dicen y ella lo cree… A lo mejor fue a darse un chapuzón y, de cualquier modo, debo esperarla. Es cauta y segura de sí misma, así es que nada negativo le pasará, siempre y cuando no se extravíe…
 Trato de recordar dónde puse el equipaje, cosa que es muy difícil si tengo en cuenta la escasa iluminación brindada por el mechero. Olvidé la linterna en el maletero del coche y hacia él acudo como un bólido, sin embargo, tampoco está en el sitio donde creí aparcarlo. Con la adrenalina disparada y necesidad de tomar café, regreso a la cabaña. 
  La flamante mañana comienza a estacionarse afuera y una tímida luz invade la estancia. Por fin, mis ojos no encuentran barreras y descubren una habitación hosca, sin mobiliario ni apariencia de haber sido habitada jamás.
  Solo hay un taburete y una mesa de pino sobre la cual descansan varias hojas de papel, organizadas por orden numérico que muestran una caligrafía torpe y ambigua. Los nervios me superan y para aplacarlos u olvidar mi nuevo rol forastero, empiezo a hurgar en la superficie de las cuartillas y me doy cuenta que su contenido es ajeno a mi narrativa. Ni siquiera tiene algo en común con el tipo de literatura capaz de moverme hacia el entusiasmo o la admiración. Sin embargo, los personajes amenizan la trama, cuyo eje central es un ser amorfo sin extremidades ni ojos, sin orificios nasales ni pelo, que rueda de un lado para otro.  Habla una lengua enigmática con seres minúsculos y sorprendentes parecidos a hormigas. Su morada es el interior de una roca donde prevalece la riqueza material de sus víctimas y cierto olor a azufre. Las paredes secretan sangre y las criaturas, sin el menor esfuerzo, la trasvasan a una enorme vasija de porcelana que trasladan hacia el sediento engendro. Ellas, también, beben el vino de la discordia y comienzan a transformarse en arañas, serpientes y murciélagos hasta adoptar formas humanas que actúan como autómatas... No soporto el escenario y, ni por casualidad, mi compañera aparece. Deberíamos comentar este manuscrito… Repaso de nuevo los garabatos. Al pie de la página parpadea indeciso y arruinado un seudónimo que pretende ser un nombre: “Denís de María”. Sin dudas, es mi identidad.
  Presa del pánico y sin volver la vista huyo de la cabaña.  Una idea me domina: llegar al río y abrazar a Anna. Supongo que no pudo haber llegado sola a la playa… Mi estado mental se ha convertido en un infierno.  ¿Cómo y cuándo escribí eso?  No he podido ser yo. ¡Caramba, recuerdo sus alimañas pero ninguno de sus pasajes!  Mi fantasía no es tan macabra… Deambulo por la rivera sin darme cuenta de lo mucho que he andado. Al llegar a su desembocadura tropiezo con un inmenso mar ausente de vida.
  A pocos metros se alzan varias casuchas rodeadas de uvas caletas, pinares y unas pocas embarcaciones insignificantes que desvelan un pueblito de humildes pescadores. Tal vez, esa buena gente se prepare para el desayuno y quizás, también, Anna esté sentada a la mesa de alguien mientras disfruta de un sabroso café caribeño. Supongo que haya demostrado su solidaridad con la entrega de algunos enseres y medicamentos que trajimos. ¡No habrá llegado con las manos vacías!  ¡No, no, ella no lo haría!
  Avanzo hasta el poblado. Las puertas de cada hogar están de par en par, pero en su interior solo se respira humedad, salitre y vacío. ¡Dios! ¿Dónde se metió Anna?
  Vuelvo sobre mis pasos. Al hacerlo me doy cuenta que el sendero no es el mismo, que no hay playa ni río, ni siquiera quedan mis impertinentes huellas en la arena. De pronto, se levanta una niebla triste y profunda que no me permite ver.
  Conocía que el Premio Nóbel quedó prendado de las anécdotas escuchadas sobre tornados, tiburones y tesoros, incluso, de apariciones de la virgen, pero de ahí a encontrarme con tantas imágenes fantasmagóricas hay un buen tramo. Achaco todo a mis desórdenes mentales.
  Ante la derrota me dejo caer sobre lo que creí fuera arena, ahora convertida en un insolente pedregal. Necesito organizar las ideas, orientarme… Hace tiempo dejé de fumar, no obstante, conservo el mechero y la petaca con cigarrillos para solventar cualquier emergencia. Y esta es una, ¿no? Al manipular el mechero, en el lugar de la llama crecen raíces que se reproducen mientras abarcan y oprimen mi cuerpo. Me falta el aire… Intento urdir mil escaramuzas para evadirme y me viene a la mente una canción que escuché en el aeropuerto: “la mato y aparece una mayor…” El trovador se refería a las serpientes pero, en mi caso, son garras gestadas en la tierra y me estrangulan.
  En medio de la angustia producida por la toma de conciencia de quien está próximo al fin, no sé cómo ha llegado Jackov: un mastín del Pirineo que fue mis ojos durante todos estos años y un día marchó de mi vida sin más. O yo me fui de la suya… 
  Creo que he perdido el conocimiento. Solo recuerdo haber estado a punto de morir cuando el mundo me vino encima, sin poder escapar de una agonía que resultaba eterna. Posiblemente me dormí y la hélice del sueño me hizo víctima de una pesadilla… Ya no hay raíces y el mechero, sonriente, me observa desde la palma de mi mano. Siento el jadeo del perro muy cerca. Sin embargo, la realidad es que él no está. Nunca estuvo.
  Me incorporo. Respiro y lleno los pulmones de la fragancia marina que la naturaleza me regala. La niebla se ha desvanecido como por encanto y mis ojos abarcan la magnificencia del litoral. Tengo que encontrar a Anna… De repente, la arena bajo mis pies comienza a temblar.  Anna reclama mi presencia y su voz es una carcajada que pronuncia mi nombre. No cabe dudas: empiezo a hundirme. La arena me traga y, desde sus entrañas, tentáculos demoledores me azotan.  He caído en la trampa aunque sé que puedo salir. Empleo los tentáculos como peldaños para alcanzar la superficie pero un movimiento en falso me arroja hacia un túnel hasta detenerme en el corazón de una gruta, iluminada por el destello de la sangre que sus paredes destilan.
  Anna, frente a mí, está a punto de ser devorada por las hormigas que muerden su carne como si fuera un fresco pastel de manzanas. No puedo creer lo que veo. Mi amiga no gime. Su rostro ni siquiera muestra dolor y me escandalizo mientras presencio la más sádica de las aberraciones.
  El cuerpo amorfo, como si presidiera un acto militar, se ha vestido de verde olivo para la ceremonia. La alternativa es luchar contra él y su séquito de monstruos. De lo contrario, mi amiga morirá y, por supuesto, también yo. Con toda la repugnancia acumulada me empeño en agarrarlo, asfixiarlo con toda la rabia contenida… No obstante, esta acción resulta imposible si tengo en cuenta su complexión gelatinosa y que los supuestos insectos, nuevamente, han comenzado a transfigurarse en grandes seres astutos y nefastos.
  El único objeto que consigo visualizar es la mesa donde, sin aliento, permanece tendida Anna; así es que no puedo echar mano a ningún objeto que me sirva de arma. 
  Solo el empleo de la inteligencia y la serenidad podrán sacarnos de aquí. Sin pérdida de tiempo, trato de hallar la fórmula adecuada cuando escucho la voz altisonante del perro que me hace mirar hacia el extremo norte de la gruta, franqueado por un haz de luz. Lo cierto es que me muestra el camino. El suelo es resbaladizo y en ocasiones patino pero, aún así, logro llegar hasta él cuando, de repente, se transforma en un bólido. Tras su pista atravieso un laberinto colmado de piedras preciosas. El brillo es tan exorbitante que logra cegarme. Por puro instinto de supervivencia escamoteo una de ellas y la introduzco en el bolsillo del pantalón. Quizás pueda servirme… ¡Y no he fallado! De las irregulares paredes comienzan a brotar barras de metal que semejan lanzas.  También se disparan proyectiles y escupitajos. Del techo llueven larvas, al tiempo en que el volumen del bolsillo se agranda y su carga me constriñe a arrastrar la pierna. Decido llevar el brillante en las manos y lo hago servir como pesado escudo, mientras me apresuro hacia la boca de la cueva.
  En el exterior busco a Jackov y, una vez más, ha desaparecido sin dejar rastro. Un jadeo persistente se mezcla con el trino de las aves. El cielo está mucho más cercano y la geometría de las nubes es perfecta. Busco atajos entre la maleza y confío en el buen sentido de la orientación para el regreso. Observo cada arbusto y cómo de sus ramas nacen, urgentes, interminables espinas.  A pesar de que la piedra otra vez me sirve como parapeto, son inevitables las laceraciones y desespero por llegar. El avance es mucho más lento entre la asesina maraña que me reta.
  Por fin, también he vencido esta prueba y me encuentro en la playa. Debo sacar las espinas que se han incrustado en mi carne y, para ello, busco cobijo debajo de un palmar. De la cabeza a los pies me siento como un gigantesco erizo. Podría, ahora mismo, convertirme en arma letal, en cambio, de igual manera que se clavaron, un ente invisible las echa por tierra. La verdad es que lo agradezco. 
  Después de agudizar el oído me dirijo al cauce del río y descubro al mismísimo Dios reflejado en sus aguas que, por desgracia, no son potables. Si no actúo con rapidez, la sed acabará conmigo. 
  El desconsuelo me obliga a regresar al poblado. Algún alma caritativa podría darme de beber y ayudarme a comprender qué es lo que ocurre en el lugar. ¡Por fin la santa humanidad! Algunos pescadores, en plena faena, hacen señales para que me lance al mar y nade hacia ellos. Muestran las cantimploras y arrojan su contenido al inmenso océano. Sin pensarlo, intento obedecer aunque sé que es una broma de mal gusto.
  En la orilla se levanta una muralla que inicia su espectáculo inverosímil: cabezas humanas asoman y desaparecen entre las grietas. Se me ocurre pensar que pertenecen a aquellas personas que quedaron apresadas en las aguas del Estrecho… Sí, bien podrían ser los balseros que no alcanzaron las costas de la Florida… ¿Por qué me pasa esto? ¿De qué manera me he involucrado en la historia de este país? Un velero atraviesa el muro y sobre la arena navega hacia mí. ¡Ha llegado Caronte! Procura atropellarme y se vuelca en el intento, aunque rápido sale a flote. Se inicia un forcejeo. El tipo no acepta sobornos, no habla. Está demasiado implicado en las fechorías del engendro. Solo machaca mi orgullo mientras yo golpeo su cara hasta destrozarla para mostrarse otra más horripilante. Se repite la acción durante interminables horas, quizás días, semanas… No lo sé. ¡Todo es tan hermético!
   Jackov regresa con la piedra que dejé caer cuando corría y la escupe a los pies del barquero. La siniestra figura ha mutado en gaviota, en tanto, de la tapia escapan pulpos y cangrejos ávidos de venganza. 
   Me doy cuenta que poseo un cancerbero y ya no temo. El viejo compañero arremete a mordiscos contra todo lo que pueda hacerme daño. Recojo el brillante, ahora tan pequeño como un grano de arroz, y junto al perro echo a correr sin rumbo hasta que me desplomo sobre un campo de fresca hierba. Creo que me he dormido y solo el radiante sol del mediodía me obliga a abrir los ojos. Su luz encandila mis sentidos… Jackov no está pero me complace sentir su ladrido.
 Recuerdo a mi amiga. A esta hora debe haber sido absorbida por los zánganos del infierno en torno a su reina… Debo regresar a la cabaña. 
 Veo las mismas chozas y embarcaciones. Me aproximo a ellas e intento hallar señales de vida humana. Alguien habrá pues escucho comentarios sobre la mala política que tan felices los hace en su miseria... Por fin, comprendo que sufro alucinaciones. Las voces salen de las paredes de las viviendas. Aquí no hay otra cosa, salvo botellas y cajetillas de cigarros vacías, alguna radio tan antigua como el mar, un cuaderno de bitácora y una gran foto en medio del pueblo que dice: “¡Gracias, Comandante!” Nada más.  O sí: la vieja capilla y, a su entrada, una fuente… Finalmente consigo beber. Creo que he consumido toda el agua del planeta y decido emprender el regreso.
  Hubiera jurado que la cabaña se encontraba en la acera de enfrente. ¡Da igual! Lo importante es que llegué. La mayor sorpresa la recibo cuando veo su entrada bloqueada por un gigantesco amasijo de hojas. Son las páginas de mi libro: aquellas que nunca escribí… La mole de papel se multiplica y alcanza la calle para hacerme disfrutar de una asombrosa paz interior. Apreso la pequeña piedra encantada y, al arrojarla hacia la puerta, un exquisito perfume de azahar invade el mundo.
  Anna, sentada a la mesa, lee el último capítulo de “Mi Bella Isla”, y no me ve…


1 comentario:

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