Por arriba el techo gris; el árbol difuso.
Caen las hojas como tiempo perdido.
Y el paisaje es llorado
si se desprenden en una pausa eterna
y sentimental.
En el suelo se abren
sus pequeñas manos amarillas
con las que se arrancan los pecados
en esta hora de arrepentidos.
Todo anda fatal y pavoroso.
Un árbol
es menos que su ceniza en la boca de un muerto;
y la tierra en que se alza
ha perdido la noción de sus raíces.
¿Dónde está el último tronco,
el asidero, el dios, algo fijo,
para abrazarme a él, y sea como sea
subir por encima del techo gris?
Pero la tierra se sigue poblando
hasta mi cuello de cosas agraviadas
por los años; de nuestras confusas
y viejísimas condecoraciones mortales.
No hay tronco ni árbol por el que subamos.
La fuerza está en lo que ya no existe.
Yo empezaré a llorar hojas un día,
y ellas a curvárseme en el tronco
igual que una conciencia estéril,
agarrándoseme para alcanzar mi copa más alta.
Y vuelta a ser lloradas, cuando caen
árbol abajo de mi cuerpo;
rozándome tan íntimo que empiezo a conocerme,
más descarnado, en la raíz del ojo.
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