XVII
El poeta marcha
con su carnada al hombro,
afila los bigotes del verbo
mientras rasura su ápice de certeza
en las esquinas.
Cada instante acicala los tornillos,
ajusta las puertas
para que sus demonios
no escapen de la vigilia
y los beatos
se apresten a escuchar
el jadeo de la guadaña.
Él sabe que del pálpito
nace un sol
y el sol proyecta cada paso
en la humareda del desierto.
Sabe que nunca será elegido:
jamás tocará las estrellas
aunque
siempre quede París
bajo la almohada.
El poeta se va,
se funde
al reflejo de su cabeza de árbol
poseído por los ángeles.
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