Alguna vez, cierto fraile tocó la puerta de mi choza. Y mi perro, ante su presencia, gustó de mover
la cola del modo más dulce que he visto jamás.
El buen hombre pidió agua para lavar sus heridas. Sus sandalias habían quedado en el camino o
las donó a algún otro vagabundo. No lo recuerdo.
De mi humilde cena solo probó una porción de calor y guardó un mendrugo en su alforja.
Dijo llamarse “Il poverello d’Asssisi”. Entonces, mi inseparable compañero me lamió el alma y
partió tras él.
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